Revista nº 806

Azpitarte-Almagro Doctor Antonio Azpitarte Rubio Actualidad Médica · Número 806 · Enero/Abril 2019 Páginas 62 a 67 · 65 · O se acordaba también de un joven médico, Eduardo Ruiz Chena, su colaborador en el hospital, que siguió la misma suerte que los anteriores, en circunstancias dramáticas que evito relatar- les. Su fusilamiento, el 25 de agosto del 36, se produjo por ser so- cialista y antiguo dirigente de la F.U.E. Terminada la Guerra Civil, mis padres, que habían permaneci- do en casa de mis abuelos durante todo el periodo bélico, volvieron a la Gran Vía. Mientras tanto habían tenido una hija, Guadalupe, que inició la saga de los siete que trajo mi madre al mundo, des- pués de la malograda primera niña. Poco tardaron en trasladarse a una casa, al final de la calle San Antón, donde además del piso que habitábamos, mi padre pudo disponer de un bajo muy espacioso para instalar la consulta. Allí estuvimos, hasta que nos mudamos, en 1959, a un nuevo piso en Pedro Antonio de Alarcón. ETAPA DE PLENITUD Por aquel entonces – principio de los años cuarenta – realizó unas oposiciones fallidas a Cátedra de Patología Médica y volvió de Madrid convencido de que su futuro y vocación estaban en la Cardiología. Abandonó sus obligaciones universitarias y se reclu- yó en la nueva consulta de San Antón. Aquí fue donde empezó a tener una gran afluencia de pacientes, no solo de Granada, sino también de toda Andalucía oriental. Un amigo guasón le decía: ─ ¡ Antonio, has vuelto a conquistar el antiguo reino nazarí de Grana- da ! ─. Otros proclamaban que “en Granada no se moría nadie del corazón sin permiso de don Antonio”. Para ser rigurosos tendrían que haber añadido… “salvo los que lo hacen de forma repentina, sin síntomas previos”. Las jornadas de trabajo eran agotadoras porque a la labor diaria se añadían frecuentes llamadas de mé- dicos para ver a pacientes, a veces en lugares muy alejados, que, por la índole de la enfermedad, no podían acudir a la consulta. La gente creía que con aquel “consultón” don Antonio gana- ba mucho dinero. Lo cierto es que no tanto; generoso con todo el mundo, una vez le aseguró a mi hermano Antonio que le cobraba solamente al 30-40% de los enfermos que pasaban por la consul- ta. Él lo explicaba de esta manera tan gráfica: “A muchos no les cobro porque sé que no me pueden pagar” “A otros no les cobro porque los conozco” “Otros no me pagan porque dicen que me conocen” “Otros simplemente no me pagan porque no les da la gana” Como médico era realmente excepcional. A sus vastos co- nocimientos unía unas grandes dotes de observación. De todo lo que veía y oía sacaba conclusiones con las que iba estructurando un diagnóstico, muchas veces brillante. Era decidido partidario, siguiendo a Rof Carballo, con el que trabó amistad en Viena, de la escuela de medicina psicosomática, aquella que investiga y alum- bra los diferentes estilos de enfermar, ligados a la personalidad del enfermo y el entorno social en el que aparecen. Era un hombre afable y sencillo, en el polo opuesto de la pe- tulancia, reservado y de pocas palabras. Creo que este laconismo que lo adornaba se debía a que había hipertrofiado el arte de la escucha; no solo de la palabra o de la música, sino también de los corazones de los pacientes que auscultaba con auténtico virtuo- sismo. Pero al mismo tiempo podía ser muy tierno, especialmen- te con los niños, enormemente familiar y con un gran sentido del humor. Antonio era elegante y discreto en su arreglo y forma de vestir; liberal convencido y respetuoso con los demás. Trataba de influir de forma mínima en el proceso de los acontecimientos que ocurrían en su entorno, aunque no estuviese conforme con su desenvolvimiento y resultados. Capaz de entender la causa última de conductas irregulares, sabía perdonar sinceramente y comprender al perdonado. Daba consejo solo cuando se le pedía. En la educación era partidario del ejemplo como guía, más que de la imposición de normas y reglas estériles. Hombre de conviccio- nes profundas, pero nada dado a devociones y excesos litúrgicos. Gran humanista, muy aficionado a la lectura, tenía una bi- blioteca que yo solía enseñar con orgullo a los amigos que venían por casa. Atesoraba espléndidas ediciones de libros de arte e his- toria. En cuanto a los fondos bibliográficos médicos, además de innumerables textos, llegué a contarle hasta 15 colecciones de revistas de cardiología, todas encuadernadas y con un elegante exlibris que él mismo había diseñado. Antonio era, como he dicho, parco en palabras. Pero le gus- taba escribir, y tenía buena pluma para ello ¿Y de qué podía es- cribir? Pues de cardiología que era de lo que sabía por estudio y experiencia. Una excepción fue su discurso de ingreso como Académico de Número en esta Real Academia que versó sobre “Las enfermedades por carencia de hierro”, haciendo honor a su raigambre de médico internista. No voy a aburrirles con la cua- rentena de variados artículos que escribió a lo largo de su vida; haré solo mención del que se hizo más popular en la comunidad cardiológica de entonces: “La visibilidad de la vena ácigos como signo radiológico de las lesiones tricuspídeas” (4). En dicha pu- blicación se describía como primicia que la vena ácigos mayor, normalmente invisible en una radiografía de tórax, aparecía por encima de la claridad del bronquio derecho cuando la válvula tri- cúspide estaba dañada. Este es el diagrama original mediante el cual explicaba la razón de este fenómeno (figura 6). Esta obser- vación, como digo, adquirió popularidad y fue conocida durante mucho tiempo como “el signo de Azpitarte”. El trabajo fue presentado previamente en el I Congreso Mundial de Cardiología, celebrado en París en 1950, y alguna vez me contó con orgullo contenido que al terminar la sesión se le acercó Jean Lenègre para felicitarle. Lenègre fue durante muchos años el gran patrón de la cardiología francesa y ha pasado a la his- toria por su estudio clínico patológico sobre la fibrosis idiopática del sistema de conducción que conduce al bloqueo cardíaco com- pleto (5). Un par de años después, el matrimonio Lenégre visitó Granada, ejerciendo mis padres de anfitriones. Entre otros aga- sajos les prepararon una visita a la Alhambra en la que hicieron de guías nada menos que don Jesús Bermúdez Pareja, uno de los más grandes conocedores de la Alhambra, y doña Joaquina Egua- ras, insigne arabista y la primera mujer que alcanzó la categoría de profesora en la Universidad de Granada. Más tarde, un joven Francisco García Aguilera realizó una estancia de varios meses en el Hospital Boucicaut de Paris donde “reinaba” el gran Lenègre. SU PARTICIPACIÓN EN LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE CAR- DIOLOGÍA Antes de aquello, en 1941, surgió su iniciativa epistolar para fundar la Sociedad Española de Cardiología. Manuel de Fuentes Sagaz, cardiólogo de Barcelona con afanes de historiador, rela- ta en su libro el nacimiento de la Sociedad(6) y es el primero en reconocer por escrito el primigenio carácter fundador de Anto- nio Azpitarte. En la entrada de la web de la Real Academia de la Historia, dedicada a Antonio Azpitarte Rubio, Fuentes afirma lo siguiente (7): Figura 6. Diagrama del “signo de Azpitarte”.

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