Revista nº 809

Campos-Muñoz Ibn al-Jatib, Granada 1348 · 64 · Actualidad Médica · Número 809 · Enero/Abril 2020 Páginas 62 a 65 de sus postulados “Mucha gente permaneció en buen estado de salud manteniéndose aislada del mundo exterior, como el piadoso Ibn Abí-Madyan en Salé que acopió provisiones y enladrilló su casa confinando a su gran familia y ninguno de ellos enfermó. Hay también información de que las comuni- dades alejadas de los grandes caminos y del comercio no se vieron afectadas. También existe el notable ejemplo de los prisioneros del Arsenal de Sevilla que no padecieron la enfer- medad a pesar de la gran afección que sufrió la ciudad” (13) . Al igual que Ibn al-Jatib otros autores de la época, como Ibn Jatima o Ibn Ali ash-Shaquri en el mundo musulmán o como Jacme d'Agramont o Gentile de Folignoen el mundo cristiano, realizan también descripciones más o menos pre- cisas de la enfermedad y consideran con distintos matices la posibilidad del contagio (14) (Fig.5). A dicho pensamiento contribuía la idea, procedente del mundo antiguo, de que los vapores envenenados y corrompidos, las miasmas, pre- sentes en el aire que rodeaba a los enfermos, podían causar las enfermedades pestilenciales (13). Sin embargo y a pesar de la “teoría de los miasmas”, tanto en el mundo musulmán como en el mundo cristiano, la causa última de la enferme- dad era la voluntad de Dios destinada al castigo de pecadores e infieles. Aunque la influencia divina era aceptada por todos, existían matices importantes. Algunos autores como Ibn al- Jatima o Jacme d'Agramont fundamentaban solo en Dios la posibilidad última de enfermar mientras que otros, como por ejemplo Gentile de Foligno, sostenían que junto a la primera causa, que era siempre Dios, acaecía también un orden na- tural autónomo que se regía por leyes naturales -las causas segundas- a cuyo conocimiento si podía acceder la razón hu- mana. Entre estas últimas causas estaban las causas superio- res o celestes como la conjunción maléfica de los astros y/o las causas inferiores o terrestres como las corrupciones del aire antes citadas (15). La actitud a tomar ante la enfermedad oscilaba dependiendo de la distinta concepción que sobre ella se tuviera. Cuando la enfermedad era vista como castigo divino el consejo era invocar a Dios y rezarle humildemente. Cuando las causas celestes y terrestres cobraban fuerza en la interpretación de la enfermedad se invitaba a que los cris- tianos fieles la contemplaran con diligencia y dispusieran los remedios a su alcance para protegerse (13, 15-17). La aportación de Ibn al-Jatib en este contexto consiste no solo en describir pormenorizadamente la enfermedad, demostrar empíricamente la realidad del contagio -incluso a través de objetos-, identificar la propagación en cadena y prevenir la enfermedad mediante el confinamiento, sino en afirmar también, con el riego que ello suponía en una sociedad medieval -fuese cristiana o musulmana- que el ori- gen divino de la enfermedad era solo alegórico. La realidad que observa y describe Ibn al-Jatib está, en sus propias palabras, “demostrada por la experiencia, el estudio y la certeza de los sentidos” . Si la tradición es contraria a la realidad, la solución que propone Ibn al-Jatib para poder conciliar ambas es interpretar la tradición como un relato simbólico, como una alegoría (13). Y este es el gran cambio que sobre el modo de concebir la enfermedad propone Ibn al Jatib a mediados del siglo XIV; un cambio mucho más avanzado y atrevido que los propuestos por algunos au- tores cristianos de la época que se limitaban a interpretar la enfermedad como el resultado de distintas influencias celestes y terrenas bajo una omnipotente voluntad divi- na. Es cierto también que en la Europa cristiana algunos autores, como Alfonso de Córdoba en Montpellier o Jac- me d'Agramont en Lérida, afirmaban que la peste había sido causada artificialmente por hombres maléficos. Era esta una circunstancia que, aunque tuvo mucho eco en al- gunas regiones como el Rosellón, la Provenza y Cataluña, no cuestionaba significativamente el concepto esencial de enfermedad propio de la época incluido su último origen divino (15, 17, 18). La doctrina del contagio empieza a incardinarse en la medicina a partir de la publicación por Girolamo Francasto- ro de su obra Sobre el contagio y las enfermedades conta- giosas en 1546 (Fig.6), casi dos siglos más tarde de la epi- demia de 1348, y alcanza su apogeo cuando Pasteur y Koch desarrollan la teoría infecciosa de las enfermedades trans- misibles (12). La idea de servirse del propio entendimien- to y pensar sin estar bajo tutela es doctrina que emerge a partir de la Ilustración en el siglo XVIII. Lo que debe guiar la vida de los seres humanos no es, según las ideas ilustradas, la autoridad de Dios o de la tradición sino su proyecto de futuro, la autonomía que le da su propio conocimiento. A decir de Kant el hombre debe proceder como si fuese Dios (19) (Fig.7). En la obra Ibn al-Jatib encontramos no solo una apor- tación precursora sobre distintos aspectos de la teoría del contagio como se ha indicado más arriba sino también una concepción de la enfermedad basada en la observación empírica que rompe la tutela de la tradición y que se ase- meja a la actitud científica que podría tener un ilustrado. Ser pionero a destiempo supone correr riesgos y de igual modo que Miguel Servet, Giordano Bruno o Lucilo Vani- ni, Ibn al-Jatib sufrió persecución por herejía y condena a muerte, adornada, eso sí, con otras acusaciones políticas (13, 20). Figura 5. Gentile de Foligno

RkJQdWJsaXNoZXIy ODI4MTE=