Historia, Conmemoraciones y Aniversarios

El Doctor Antonio Azpitarte Rubio. Evocación de su vida. Como conmemoración del 75 aniversario de la fundación de la SEC

Doctor Antonio Azpitarte Rubio. Life’s evocation. 75th anniversary of the foundation of the spanish cardiology society

Azpitarte-Almagro, José1

1 Facultativo Emérito del Hospital Virgen de las Nieves

Actual. Med. 2019; 104: (806): 62-67 DOI: 10.15568/am.2019.806.hca01

Enviado: 30-01-2019
Revisado: 05-02-2019
Aceptado: 16-02-201

RESUMEN

El artículo evoca la vida del Dr Azpitarte Rubio desde sus orígenes en Jaén hasta su actividad profesional como cardiólogo en Granada pasando por su etapa de formación en España y el extranjero..Se destacan sus vivencias en la guerra civil y su contribución a la fundación de la sociedad española de cardiología así como sus cualidades humanas e intelectuales.

Palabras clave: Azpitarte Rubio, sociedad española cardiología.

ABSTRACT

The article evokes the life of Dr Azpitarte Rubio from his origins in Jaén to his professional activity as a cardiologist in Granada. His medical training in Spain and abroad and his experiences in the civil war are described. Finally his contribution to the founding of the Spanish Society of Cardiology as well as his human and intellectual qualities are considered.

Keywords: Azpitarte Rubio, spanish society of cardiology.

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INTRODUCCIÓN

No hay lugar más apropiado para realizar este acto de recuerdo a la figura de Antonio Azpitarte Rubio, que el acogedor salón de actos de esta docta Academia de Medicina y Cirugía de Andalucía Oriental. Antonio fue Académico Numerario de esta institución y publicó numerosos artículos en su órgano de expresión, Actualidad Médica. He de agradecer, pues, la hospitalidad de la Academia y, muy especialmente, la de su presidente, el Excmo. Sr. D. Antonio Campos Muñoz, que desde el primer momento ha abierto sus puertas, con la cordialidad que le caracteriza, a la Sociedad Española de Cardiología y a su filial andaluza.

Les confieso que preparar esta alocución no ha sido nada fácil. No resulta sencillo hablar de tu propio padre sin caer en ditirambos que acaben generando una hagiografía. Tampoco lo es separar lo público de lo íntimo, tratando de evitar recuerdos que tal vez no debieran ser contados. Al final creo que ha predominado el corazón sobre la cabeza, pero no me importa porque así es como yo recuerdo la figura de mi padre.

Antonio nació prácticamente con el siglo XX, en 1904, y vivió dos etapas equivalentes en duración, de unos 30 años cada una, pero muy distintas en términos históricos. La primera, llena de acontecimientos sociales y políticos, muchas veces convulsos, culmina con el levantamiento militar que derroca la segunda república y va seguido de una terrible guerra civil que asola el país. En la segunda, caracterizada por lo que algunos escritores llamaron “la paz de los cementerios”, apenas hubo hechos reseñables que no fueran más allá de la entrada de España en la ONU en 1955, la victoria del “Águila de Toledo” en el Tour de 1959, las cinco copas seguidas del Real Madrid en Europa, o la estancia prolongada de Ava Gadner en España, recreada magistralmente en la reciente serie televisiva “Arde Madrid”.

Antonio Azpitarte murió joven, a los 62 años, con lo que no alcanzó a ver la restauración democrática que siguió a la muerte del dictador y que, a buen seguro, habría saludado con íntimo alborozo. Me parece procedente esta pequeña introducción para explicar algunas de las circunstancias que rodearon su vida.

SUS ORÍGENES

Esta pareja de semblante apacible que parece saludarnos fueron sus padres: Guadalupe Rubio Salcedo y José Azpitarte Sánchez (figura1). Se afincaron en Jaén, donde José había obtenido plaza de notario, y allí permanecieron hasta la muerte de mi abuelo en 1926. Tuvieron cuatro hijos, siendo Antonio, nuestro homenajeado, el más pequeño.

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Figura 1. Guadalupe Rubio Salcedo y José Azpitarte Sánchez, a finales del siglo XIX.

Mi abuelo José, como he dicho, murió joven, a los 55 años, y dejó huella en Jaén por su afabilidad, sabiduría jurídica y elegancia. Recordándole, un paciente de Jaén me refirió una vez que cuando se quería elogiar a alguien por su porte y vestimenta, se le decía: “tienes más chalecos que Azpitarte”. En la red he encontrado una curiosa publicación, de hace un siglo, en la que el notario Azpitarte hace consideraciones sobre el ánima – el alma – del famoso arquitecto Andrés de Vanda-Elvira (Vandelvira), a través del estudio de su testamento que se conserva en el archivo de protocolos notariales de Jaén(1).

ETAPA DE FORMACIÓN

Antonio, por lo que enseguida veremos, debió ser un escolar aplicado, pero no tengo ningún conocimiento de esta época. Llegó a Granada a finales del verano de 1921 para estudiar medicina, alojándose en lo que entonces se llamaba “una casa de huéspedes”. Una de sus primeras amistades fue Enrique Jiménez Herrera, estudiante de derecho que más tarde ingresaría en la carrera judicial y que, andando el tiempo, le prestaría un servicio de incalculable valor. Especial amistad tuvo con alguno de sus condiscípulos; p. ej., con Federico Garrido, uno de los hijos del mítico don Fermín, o con Juan Peña Tercedor, que cultivó la hidrología médica y tuvo un papel importante en los primeros pasos del Seguro Obligatorio de Enfermedad en Granada, o con Emilio Muñoz Fernández, linarense eminente, que fue catedrático de farmacología y Rector Magnífico de la Universidad de Granada (1960-1968).

En esta curiosa foto (figura 2), la única que conservo de su etapa estudiantil, la flecha señala a un jovial Antonio, celebrando su ingreso como alumno interno. Está realizada en la puerta del Ecce Homo de la catedral y es llamativo que en ella no aparezca ninguna mujer; se ve que el “empoderamiento femenino” aún estaba por llegar. Los nuevos internos se identifican por llevar una flor en el ojal y portar un bastón, más bien una vara de mando, como signo de su nueva dignidad. No falta en la foto un ejemplar frecuente de la época: el mozalbete que, agarrado a la verja, aspira a ser inmortalizado para la posteridad. El antecedente, más tranquilo digamos, de los que ahora realizan saludos espasmódicos cuando advierten el enfoque de las cámaras.

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Figura 2. Los nuevos alumnos internos celebran su ingreso, rodeados de profesores y condiscípulos. La flecha señala a un jovial Antonio.

Antonio fue un estudiante excepcional; logró Matrícula de Honor en todas las asignaturas de la carrera y se graduó con Premio Extraordinario. Nada más terminar la carrera fue nombrado Ayudante de Clases Prácticas en la Cátedra del profesor Pareja Yévenes y en 1930 fue elevado al cargo de Auxiliar de la Cátedra de Patología Médica del profesor Escobar Manzano. Estas labores clínicas las simultaneó con su adscripción al Laboratorio de Fisiología del profesor Sopeña, en donde se encontraba el primer – y único – electrocardiógrafo del hospital. En 1932 ocurre un hecho señalado para su formación: la Junta de gobierno de la Universidad de Granada lo pensiona para ampliar estudios en Viena.

Las salidas al extranjero tenían mala prensa en algunos sectores reaccionarios de la Universidad española. Véase p. ej. este párrafo de un profesor de Salamanca (2): Con frecuencia, estas pensiones de la Junta de Ampliación de Estudios se conceden a quienes luego vuelven – atención al lenguaje – “con la cabeza llena de humo y el corazón tan ensoberbecido que no encuentran palabras para menospreciar y vilipendiar las cosas de España. Les basta poder hablar de París o de Berlín para considerarse hombres superiores venidos de otro mundo, redactando memorias que, con más tranquilidad y sosiego, hubieran escrito sin salir de España».

SU ESTANCIA EN VIENA

Antonio, si es que alguna vez los leyó, hizo caso omiso de estos consejos y se plantó en Viena, cuya Facultad de Medicina arrastraba un enorme prestigio desde el siglo XIX con figuras como Rokitansky y Skoda. En los ambientes médicos centroeuropeos se decía con cierta ironía que “si te ponías muy enfermo, tenías que acudir a Viena para que te diagnosticase Skoda y luego Rokitansky verificase la idoneidad del diagnóstico … en la necropsia”.

El Profesor Jefe del Departamento de Medicina era Karel Frederik Wenckebach (figura3) que ha pasado a la historia de la cardiología por la descripción de un tipo especial de bloqueo auriculoventricular de segundo grado.Pero con quién trabajó más estrechamente fue con David Scherf (figura3), un joven médico judío al que Wenckebach había conferido importantes responsabilidades en el ámbito de la cardiología. Unos años más tarde, el brillante porvenir de Scherf se vio truncado por la marea ascendente del nazismo y la consiguiente animadversión hacia los judíos. Forzado a abandonar la clínica de Wenckebach, tomó la sabia decisión de emigrar a Nueva York. Desde su llegada fue nombrado profesor de Medicina y Director de Cardiología del New York Medical College, donde permaneció hasta su jubilación, después de una exitosa carrera como clínico e investigador(3).

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Figura 3. Karel Frederik Wenckebach (1864-1940) y David Scherf (1899-1977).

Yo creo que la estancia de Antonio en Viena fue algo más que el mero aprendizaje de la cardiología de entonces en un ámbito de excelencia. Valga, como ejemplo de sus inquietudes, la conferencia que dictó a su vuelta sobre “El Psicoanálisis” en el Centro Artístico de Granada; la primera que, al parecer, se pronunció en nuestra ciudad sobre el tema. Él lo había conocido de primera mano, a través de su asistencia a lecciones dictadas por el mismo Sigmund Freud. Sin duda, Viena fue para Antonio una ciudad deslumbrante que impregnó su espíritu de humanismo y cultura. Quien quiera saber de aquella Viena, el faro de la cultura europea de entreguerras, y conocer la degradación progresiva de ese mundo, que culminó con el ascenso del nazismo al poder, tiene a su alcance el maravilloso libro de Stefan Zweig “El mundo de ayer – memorias de un europeo”. Leyéndolo, me acordé muchas veces de mi padre que había vivido tan de cerca toda la efervescencia de ese ambiente.

REGRESO A GRANADA: TESIS Y CASAMIENTO

Vuelve a Granada, reemprende sus tareas universitarias y termina su tesis doctoral “El Electrocardiograma en la Frenicectomía” bajo la dirección de don José Sopeña, un discípulo de Negrínllegado a Granada como catedrático de Fisiología. La frenicectomía consistía en la sección del nervio frénico para paralizar el hemidiafragma correspondiente y permitir que las vísceras abdominales se elevasen y comprimiesen el pulmón con cavernas tuberculosas; en la esperanza, generalmente vana, de que esto ayudase a la curación del paciente. Con este procedimiento se producía una desviación espacial del corazón que alteraba el ECG del paciente, de forma diferente según el nervio frénicoablacionado fuera el izquierdo o el derecho-. Antonio estudió detalladamente, en 33 pacientes, los trazados electrocardiográficos, antes y después de ser sometidos a la frenicectomía.

En el año 1933 ocurre un hecho capital en su vida: conoce a Pilar Almagro, con la que contrae matrimonio un año más tarde. Ella tenía 23 años y él 30; esta fotografía (figura 4) no es evidentemente de esa época, pero es la única que tengo a mano para enseñarles la armoniosa pareja que formaban. No me puedo extender en el retrato de mi madre, pero sí diré que a mi entender fue el contrapunto perfecto de Antonio. Pilar tenía un sentido práctico de la vida que le faltaba a mi padre, más ingenuo y soñador. Era una mujer abierta, con una narrativa oral que cautivaba a sus oyentes; lo contrario de mi padre, callado e introvertido. Tuvo una admiración sin límites por “su Antonio” por el que se desvivió toda la vida y aún después, manteniendo vivo su recuerdo en la familia. Mucho de lo que yo sé sobre mi padre se lo debo a ella que le sobrevivió más de 40 años.

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Figura 4. Pilar Almagro y Antonio Azpitarte hacia 1950.

El matrimonio comenzó su convivencia en un piso de alquiler en la Gran Vía, enfrente de la “casa del americano”; pronto tuvo la primera adversidad: el nacimiento de una hija con parálisis cerebral que les acarreó mucho sufrimiento a lo largo de sus diez meses de vida. Superado este problema y con mi padre acrecentando su prestigio médico, llegó el gran mazazo que, como a otras muchas familias españolas, les cambió la vida: el golpe de estado militar que derrocó la República y fue seguido de una terrible guerra civil.

LA GUERRA CIVIL

Para entender cómo vivió Antonio esta dramática época puede valer el sucedido que me contó un cirujano del hospital, el Dr. Bravo, ya fallecido. Eran finales de los 50 y varios médicos coincidieron en el ascensor de Ruiz de Alda. Uno de ellos, joven desenvuelto, le dijo: —don Antonio, ¿por qué usted es tan desafecto al régimen de Franco?─. Mi padre se hizo el despistado, como el que oye llover, pero al salir del ascensor el joven volvió a la carga: ─pero usted que ha hecho una carrera tan brillante bajo el franquismo, ¿cómo puede estar en contra del régimen?─. Don Antonio, ya harto de la impertinencia de aquel joven, le contestó: ─mire, ya que insiste le diré dos cosas; la primera es que no creo que el régimen haya tenido nada que ver con lo que usted llama mi brillante carrera. Lo que soy como médico se lo debo a mis maestros y, sobre todo, a los pacientes y familiares que me prestan su confianza. En cuanto a mi desafección con el franquismo – que le confirmo – se debe a que me arrebató a varios de mis mejores amigos─. La respuesta me parece éticamente insuperable porque pone, por encima de cualquier otra consideración, su profundo sentido de la amistad.

Seguro que en aquel momento recordaba a su suegro, Vicente Almagro Sanmartín, y a su primo, Rafael García-Duarte Salcedo (figura 5). Vicente, con su desbordante cordialidad, lo había acogido con brazos abiertos en la familia Almagro-Segura. El “pecado” de mi abuelo, el que le valió para ser fusilado en las tapias del cementerio de Granada, el 7 de agosto del 36, había consistido en pertenecer al Partido Republicano Progresista que lideraba don Niceto Alcalá Zamora, el primer Presidente de la segunda República.

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Figura 5. Vicente Almagro Sanmartín (1884-1936) y Rafael García-Duarte Salcedo (1894-1936).

En cuanto a Rafael, se trataba de un brillante profesor de Pediatría, persona ejemplar en su magisterio y con un profundo sentido social que le llevó a militar en el Partido Socialista, siguiendo la estela del prohombre del socialismo granadino, don Fernando de los Ríos. Además del parentesco, mi padre sentía un gran cariño por Rafael, entre otras razones porque había tutelado sus primeros pasos por la Facultad. No me resisto a leer este testimonio sobre su muerte: “Tras el asesinato, el enterrador separó su cadáver del resto de fusilados porque había tratado exitosamente a su hija cuando esta enfermó. Entregó a la familia sus objetos personales, entre los que había una nota de despedida que decía: Miles de besos, suerte. Arriba el espíritu. No decaer nunca. Luchar”. El asesinato se consumó el 11 de septiembre de 1936 en las tapias del cementerio de Granada.

O se acordaba también de un joven médico, Eduardo Ruiz Chena, su colaborador en el hospital, que siguió la misma suerte que los anteriores, en circunstancias dramáticas que evito relatarles. Su fusilamiento, el 25 de agosto del 36, se produjo por ser socialista y antiguo dirigente de la F.U.E.

Terminada la Guerra Civil, mis padres, que habían permanecido en casa de mis abuelos durante todo el periodo bélico, volvieron a la Gran Vía. Mientras tanto habían tenido una hija, Guadalupe, que inició la saga de los siete que trajo mi madre al mundo, después de la malograda primera niña. Poco tardaron en trasladarse a una casa, al final de la calle San Antón, donde además del piso que habitábamos, mi padre pudo disponer de un bajo muy espacioso para instalar la consulta. Allí estuvimos, hasta que nos mudamos, en 1959, a un nuevo piso en Pedro Antonio de Alarcón.

ETAPA DE PLENITUD

Por aquel entonces – principio de los años cuarenta – realizó unas oposiciones fallidas a Cátedra de Patología Médica y volvió de Madrid convencido de que su futuro y vocación estaban en la Cardiología. Abandonó sus obligaciones universitarias y se recluyó en la nueva consulta de San Antón. Aquí fue donde empezó a tener una gran afluencia de pacientes, no solo de Granada, sino también de toda Andalucía oriental. Un amigo guasón le decía: ─ ¡Antonio, has vuelto a conquistar el antiguo reino nazarí de Granada! ─. Otros proclamaban que “en Granada no se moría nadie del corazón sin permiso de don Antonio”. Para ser rigurosos tendrían que haber añadido… “salvo los que lo hacen de forma repentina, sin síntomas previos”. Las jornadas de trabajo eran agotadoras porque a la labor diaria se añadían frecuentes llamadas de médicos para ver a pacientes, a veces en lugares muy alejados, que, por la índole de la enfermedad, no podían acudir a la consulta.

La gente creía que con aquel “consultón” don Antonio ganaba mucho dinero. Lo cierto es que no tanto; generoso con todo el mundo, una vez le aseguró a mi hermano Antonio que le cobraba solamente al 30-40% de los enfermos que pasaban por la consulta. Él lo explicaba de esta manera tan gráfica:

“A muchos no les cobro porque sé que no me pueden pagar”

“A otros no les cobro porque los conozco”

“Otros no me pagan porque dicen que me conocen”

“Otros simplemente no me pagan porque no les da la gana”

Como médico era realmente excepcional. A sus vastos conocimientos unía unas grandes dotes de observación. De todo lo que veía y oía sacaba conclusiones con las que iba estructurando un diagnóstico, muchas veces brillante. Era decidido partidario, siguiendo a Rof Carballo, con el que trabó amistad en Viena, de la escuela de medicina psicosomática, aquella que investiga y alumbra los diferentes estilos de enfermar, ligados a la personalidad del enfermo y el entorno social en el que aparecen.

Era un hombre afable y sencillo, en el polo opuesto de la petulancia, reservado y de pocas palabras. Creo que este laconismo que lo adornaba se debía a que había hipertrofiado el arte de la escucha; no solo de la palabra o de la música, sino también de los corazones de los pacientes que auscultaba con auténtico virtuosismo. Pero al mismo tiempo podía ser muy tierno, especialmente con los niños, enormemente familiar y con un gran sentido del humor.

Antonio era elegante y discreto en su arreglo y forma de vestir; liberal convencido y respetuoso con los demás. Trataba de influir de forma mínima en el proceso de los acontecimientos que ocurrían en su entorno, aunque no estuviese conforme con su desenvolvimiento y resultados. Capaz de entender la causa última de conductas irregulares, sabía perdonar sinceramente y comprender al perdonado. Daba consejo solo cuando se le pedía. En la educación era partidario del ejemplo como guía, más que de la imposición de normas y reglas estériles. Hombre de convicciones profundas, pero nada dado a devociones y excesos litúrgicos.

Gran humanista, muy aficionado a la lectura, tenía una biblioteca que yo solía enseñar con orgullo a los amigos que venían por casa. Atesoraba espléndidas ediciones de libros de arte e historia. En cuanto a los fondos bibliográficos médicos, además de innumerables textos, llegué a contarle hasta 15 colecciones de revistas de cardiología, todas encuadernadas y con un elegante exlibris que él mismo había diseñado.

Antonio era, como he dicho, parco en palabras. Pero le gustaba escribir, y tenía buena pluma para ello ¿Y de qué podía escribir? Pues de cardiología que era de lo que sabía por estudio y experiencia. Una excepción fue su discurso de ingreso como Académico de Número en esta Real Academia que versó sobre “Las enfermedades por carencia de hierro”, haciendo honor a su raigambre de médico internista. No voy a aburrirles con la cuarentena de variados artículos que escribió a lo largo de su vida; haré solo mención del que se hizo más popular en la comunidad cardiológica de entonces: “La visibilidad de la vena ácigos como signo radiológico de las lesiones tricuspídeas” (4). En dicha publicación se describía como primicia que la vena ácigos mayor, normalmente invisible en una radiografía de tórax, aparecía por encima de la claridad del bronquio derecho cuando la válvula tricúspide estaba dañada. Este es el diagrama original mediante el cual explicaba la razón de este fenómeno (figura 6). Esta observación, como digo, adquirió popularidad y fue conocida durante mucho tiempo como “el signo de Azpitarte”.

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Figura 6. Diagrama del “signo de Azpitarte”.

El trabajo fue presentado previamente en el I Congreso Mundial de Cardiología, celebrado en París en 1950, y alguna vez me contó con orgullo contenido que al terminar la sesión se le acercó Jean Lenègre para felicitarle. Lenègre fue durante muchos años el gran patrón de la cardiología francesa y ha pasado a la historia por su estudio clínico patológico sobre la fibrosis idiopática del sistema de conducción que conduce al bloqueo cardíaco completo (5). Un par de años después, el matrimonio Lenégre visitó Granada, ejerciendo mis padres de anfitriones. Entre otros agasajos les prepararon una visita a la Alhambra en la que hicieron de guías nada menos que don Jesús Bermúdez Pareja, uno de los más grandes conocedores de la Alhambra, y doña Joaquina Eguaras, insigne arabista y la primera mujer que alcanzó la categoría de profesora en la Universidad de Granada. Más tarde, un joven Francisco García Aguilera realizó una estancia de varios meses en el Hospital Boucicaut de Paris donde “reinaba” el gran Lenègre.

SU PARTICIPACIÓN EN LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE CARDIOLOGÍA

Antes de aquello, en 1941, surgió su iniciativa epistolar para fundar la Sociedad Española de Cardiología. Manuel de Fuentes Sagaz, cardiólogo de Barcelona con afanes de historiador, relata en su libro el nacimiento de la Sociedad(6) y es el primero en reconocer por escrito el primigenio carácter fundador de Antonio Azpitarte. En la entrada de la web de la Real Academia de la Historia, dedicada a Antonio Azpitarte Rubio, Fuentes afirma lo siguiente (7):

“El nacimiento de la Sociedad Española de Cardiología se debe en gran parte a la labor, entusiasmo y esfuerzo de Antonio Azpitarte Rubio, prestigioso cardiólogo de Granada. Fue un auténtico elemento catalizador. Desde 1941, hasta lograr su propósito en 1944, Azpitarte Rubio se dedicó a realizar una serie de contactos epistolares con médicos interesados en la cardiología, sobre la necesidad de constituir la Sociedad Española de Cardiología, culminándose el acto de fundación de esta durante el Primer Congreso Nacional de Cardiología celebrado en Madrid los días 24, 25 y 26 de noviembre de 1944”.

En realidad, Antonio Azpitarte no pudo asistir a este congreso fundacional. En el prefacio de la tercera ponencia del siguiente, celebrado en Barcelona en diciembre de 1947, lo explicaba veladamente(8): “En el I Congreso Nacional de Cardiología, al que una tristísima circunstancia no nos permitió asistir, fuimos encargados de redactar una de las ponencias de este Congreso”. La triste circunstancia a la que aludía no era otra que la muerte de esta preciosa niña (figura7) – mi hermana Matilde – a consecuencia de una glomerulonefritis aguda contraída después de pasar la escarlatina.

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Figura 7. Matilde Azpitarte Almagro (1938-1944), fallecida por una glomerulonefritis aguda después de una escarlatina.

La Sociedad Española de Cardiología fue muy importante para él, lo mismo que su querida Revista Española de Cardiología. Contó con muchos amigos y concitó el respeto generalizado por su ponderación y mesura. El más apreciado de sus amigos fue, sin duda, Francisco Vega Díaz, tercer presidente de la SEC y un hombre de personalidad arrolladora (figura 8).

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Figura 8. Francisco Vega Díaz (1907- 1995), eminente cardiólogo, tercer presidente de la Sociedad Española de Cardiología y gran amigo de Antonio desde que se conocieron en circunstancias dramáticas.

La amistad entre Vega Díaz y Azpitarte se fraguó nada más terminar la guerra civil y ser desmantelado el ejército republicano. Un día se le acercó sigilosamente en la facultad el Prof. Torres López y le dijo:─hay en la cárcel un médico que se llama Vega Díaz y dice ser cardiólogo, discípulo de Jiménez Díaz ─. Mi padre no lo conocía, tenía solo una vaga referencia de él, pero no dudó en acudir a la prisión provincial donde encontró a un atribulado Vega, cuya mayor preocupación era la de su mujer, Lola, que estaba en una modestísima pensión de la calle San Matías con una hija de pocos meses. Antonio le tranquilizó, prometiéndole que no les faltaría nada mientras estuviesen en Granada. Y así fue, con el concurso naturalmente de mi madre. A los pocos meses Paco fue liberado de la prisión, gracias a la mediación del juez amigo de mi padre, Enrique Jiménez Herrera, que convenció al tribunal militar de que allí no había causa, pues el prisionero se había limitado a dirigir la sanidad en el ejército republicano del sureste, sin haber participado en ninguna acción de guerra. Glosar la personalidad desbordante de Paco Vega sería inútil porque nos llevaría mucho tiempo y en todo caso sería siempre peor que la necrológica realizada por don Pedro Laín Entralgo a su muerte en el diario El País (9). Aquí me basta, únicamente, dejar constancia de la amistad fraterna que surgió en la prisión provincial de Granada y que ya nunca les abandonó.

En 1961, Azpitarte presidió el VI Congreso Nacional de Cardiología celebrado en Granada y, en 1964, fue nombrado Presidente de Honor de la Sociedad Española de Cardiología en Barcelona, “en atención a los méritos contraídos como fundador”, según rezaba la placa conmemorativa que le fue otorgada.

EL SERVICIO DE CARDIOLOGÍA DE SAN JUAN DE DIOS

Pero volvamos de nuevo un poco atrás. En 1950, la Diputación Provincial de Granada que detentaba la titularidad del varias veces centenario Hospital de San Juan de Dios, decidió crear un Servicio de Cardiología cuya jefatura obtuvo tras reñida oposición. Aquí encontró el hábitat apropiado para transmitir sus conocimientos y experiencia a los médicos jóvenes que se le aproximaban. El Servicio se constituyó en un faro de la cardiología en Andalucía Oriental. Sería prolijo enumerar a todos sus discípulos, pero no quiero dejar de mencionar a los que fueron más constantes. Francisco García Aguilera, Fernando Peso Cortes y José Antonio Serrano Jiménez, entre los que se establecieron en Granada; Tomás Fernández Amela, que se asentó en Jaén; Manuel Eliche Ruiz, en Córdoba; Hilario Pérez Mantas, en Santa Fe; José Ortega Fons, en Málaga, y Francisco Mingorance de la Torre en el Hospital Insular de las Palmas. También quiero recordar, por último, a Salvador Laguna Sorrosal que abandonó Madrid para venir a Granada y realizar las primeras intervenciones a corazón cerrado que se hicieron en la ciudad. La gran mayoría de ellos ya no están entre nosotros; afortunadamente, el último de sus discípulos, José Antonio Serrano, sin duda uno de los más queridos por él, nos acompaña esta noche.

Para el Servicio de Cardiología que dirigía, adoptó el lema de la familia Granada Venegas – “el corazón manda” – que se encuentra justo encima de la puerta de acceso a la Casa de los Tiros. No sé si este lema es una arenga guerrera como sostienen unos o, por el contrario, una llamada a la paz como sugieren otros. Me atrevería a decir que mi padre lo adoptó como mensaje a sus discípulos, señalándoles que el corazón tenía que ser el objeto de sus desvelos, más aún si era herido por la enfermedad, representada en este caso por la espada que lo atraviesa.

Pero no todo fueron rosas; también hubo alguna espina. Hacia 1963 – no sé precisar la fecha exacta – Antonio sufrió un lacerante desengaño. Un día, don Julio Peláez, catedrático de Patología Médica con el que mantenía una excelente relación, lo citó para hablar de un asunto que podía interesarle. Se trataba de un proyecto para crear la Escuela de Aparato Circulatorio en Granada, adscrita a la Facultad de Medicina. Le dijo que se podían aprovechar las sinergias del Hospital Clínico y el Hospital de San Juan de Dios y le ofreció el cargo de subdirector, reservándose para sí el de director, conforme a su rango de Catedrático. Mi padre aceptó con entusiasmo la colaboración, y el proyecto fue progresando, redactándose incluso unos estatutos fundacionales. Pero hete aquí que, al ir difundiéndose la iniciativa, se alzaron fuertes resistencias universitarias con el mezquino argumento de que “cómo se podía consentir que fuese subdirector una persona que no tenía rango académico alguno”. Antonio, conocidas las circunstancias, fue a ver a don Julio y le reiteró su agradecimiento, pero le dijo que con la hostilidad de parte de la comunidad universitaria no podía sumarse al proyecto. Él era hombre de pocas palabras, acostumbrado a digerir los reveses de la vida en silencio, pero me consta que aquello – el rechazo de su alma mater – le dolió profundamente.

MUERTE Y RECUERDO

Pero la vida siguió y encontró nuevas satisfacciones; p. ej. con la llegada de los primeros nietos a los que como buen abuelo adoraba. Todo transcurría armoniosamente hasta que una mañana del mes de noviembre de 1966 llegó a casa desde el hospital, antes de lo previsto; abrió la puerta con su llave y por el pasillo, con paso vacilante, la cara descompuesta y una mano en el pecho, según mi madre, alcanzó su dormitorio y se postró de bruces en la cama, diciéndole a Pilar con un hilo de voz ─avisa a Aguilera y a Serrano porque tengo un infarto─. Así era, en efecto: un infarto de la cara inferior del corazón, seguramente con afectación acompañante del ventrículo derecho. Esta patología, que hoy día se solucionaría con una buena angioplastia, cursó muy mal, con la instauración progresiva de un shock cardiogénico que terminó con su vida en la madrugada del 7 de noviembre de 1966, cuando contaba con solo 62 años.

El suceso conmocionó a toda la ciudad, dando la noticia en primera página los periódicos locales. Estos días he vuelto a leer uno de los reportajes y me hace sonreír el argumento, algo naif, que utiliza el cronista para dar cuenta de la grandeza del cortejo funerario: “hubo que habilitar dos presidencias de autoridades porque en una sola, a lo ancho de la calle, no cabían todas las presentes”.

Sus restos fueron enterrados en el panteón familiar de Melchor Almagro, prócer del siglo XIX y abuelo de mi madre. Es el primero a la derecha, nada más acceder al cementerio, fácilmente identificable por los signos masónicos funerarios – columna truncada, calaveras, trébedes – con los que Agustín Querol ornó el monumento encargado por el Ayuntamiento de Granada.

Después se sucedieron artículos elogiosos en la prensa, la imposición de su nombre a una calle en Granada, lo mismo que en Jaén – su ciudad natal – homenajes múltiples, entre los que destacó el rendido por la SEC en una solemne jornada en San Juan de Dios y al que asistió su amigo Vega Díaz, presidente en aquel momento. El acto culminó con la instalación de una placa de mármol en el patio del hospital para conmemorar toda la labor que había ejercido entre sus paredes.

Pero para mí, lo más importante de todo fue que, más allá de su familia, la sensación de orfandad se extendió a otras muchas personas: sus numerosos pacientes, sus amigos cercanos y sus fieles discípulos. Y ellos le pagaron con un recuerdo emocionado que ha perdurado durante muchos años. No quiero terminar sin mostrarles esta foto (figura9) que, según otro Antonio Azpitarte – mi hermano – es la mejor de las que se conservan en la colección familiar. Mi hermano, que murió aún no hace un año, se dedicó durante tiempo, antes de caer enfermo, a restaurar y digitalizar las fotos familiares, a las que solía añadir un comentario. La mayoría de las veces festivo e irónico; otras reflexivo y con tintes poéticos. El que acompañaba esta foto es del segundo género y me parece particularmente acertado: “Los ojos del retrato tienen una insólita mezcla de ensoñación, convicción y firmeza. Es la mirada de un observador inteligente y profundo, acostumbrado a escrutar el alma de las personas, tratando de descubrir en ellas el íntimo origen de sus problemas y dolencias”

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Figura 9. Antonio Azpitarte en la que, para su hijo del mismo nombre, es la mejor foto que se conserva en el archivo familiar.

Y con esto termino, no sin reiterarles, en nombre de toda la familia Azpitarte, nuestra gratitud sincera por su asistencia a este acto. Y a nuestra querida Sociedad Española de Cardiología, así como a su filial andaluza, tan bien representadas ambas aquí esta noche, nuestro eterno agradecimiento por haber propiciado este homenaje emocionado a la figura del Dr. Antonio Azpitarte Rubio.

REFERENCIAS

  1. Azpitarte Sánchez J. El ánima de Andrés de Vanda-Elvira al través de su testamento. Don Lope de Sosa: crónica mensual de la provincia de Jaén. 1919; VII:6-9.
  2. http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es/catalogo/publicaciones/numeros_por_mes.cmd?idPublicacion=102236&anyo=1919
  3. Miral D. La crisis de la Universidad. Salamanca, 1908,pág. 41. Citado por Martínez Trujillo A: La Universidad de Granada 1900-1931. Tesis Doctoral, Universidad de Granada, pág. 482 1986.
  4. http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-universidad-de-granada-19001931–0/
  5. Cohen J. In memoriam: David Scherf, M.D., 1899-1977. J Electrocard. 1978; 11:101-102.
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